Escucho el suave mecer de las olas a escasos metros de distancia. Un
rayo de sol consigue atravesar furtivamente el cielo opaco pero apenas
percibo su tibio calor. La brisa acaricia mi cuerpo y los granos de
arena avanzan sigilosamente sobre mi piel. Mientras yazgo en el suelo, mi mirada perdida en la inmensidad azulada busca inútilmente un resquicio de tu presencia y, rendida, mi conciencia se deja llevar. Si el fin de nuestros días se corresponde con un estado de eterna paz con el entorno, creo que estoy listo para marchar.
Cuando más me uno al mar, más me olvido de mí mismo.
Pertenezco más al vacío, a la nada, y menos sentido cobra la imagen que
tengo de mí mismo y aquella que percibo que proyecto en los demás. Sé
que nada de todo esto importa pues nada podrá detener el fuerte oleaje
rompiendo sus aguas frente a mí. Deseo estar más cerca de la verdad,
arrancar con las yemas de mis dedos esa gran masa de fluidos salados
cual adhesivo y ver qué esconden sus profundidades.
Te he echado tanto de menos. Cada atardecer, y deambulando en
solitario al borde del litoral mediterráneo, he intentado con todas mis
fuerzas zarpar y recorrer mentalmente los kilómetros que nos separaban
para sentirte próximo. Pero reconozco que no han sido pocas las
ocasiones en las que me ha invadido un fuerte sentimiento de soledad e
impotencia y me ha resultado imposible evitar naufragar preso de
pensamientos en los que tu voz, tu rostro o tu mirada se aparecían
vagamente, a la vez que distorsionados, desvaneciéndose hasta ser
imperceptibles y, acto seguido, era yo mismo a quien veía desaparecer
una y otra vez. Fantasear con esta idea, insensata quizás, parecía la
salida más sencilla. Día tras día.
Hasta ayer. Por fin regresaste a casa, al hogar, a nuestro castillo del amor como ambos lo llamamos cariñosamente en la intimidad.
Una larga estancia en el lejano continente asiático, al que te
trasladaste para dirigir un estudio de prospección de mercados y
estrategia comercial para la multinacional en la que trabajas, nos
mantuvo alejados durante varios meses.
No más llamadas internacionales de brevísima duración a horas
intempestivas. No más mensajes de texto con esos ridículos 160
caracteres que exprimíamos al máximo sin conseguir despertar en el otro
el efecto esperado. No más correos electrónicos artificiosos y carentes
de emoción espontánea. En suma, no más “te quiero” virtuales.
Tras una larga noche, amplia y mutuamente aprovechada, decidimos
levantarnos temprano. Un rápido desayuno. Ropa cómoda. Ni rastro de tu
traje y corbata. Bajamos a la playa. Tan solo un par de bloques de
apartamentos nos separaban de aquel escenario de ensueño.
Iniciado el paseo marítimo no hizo falta mencionar nada. No era
momento de verbalizar ni de aludir al pasado. Quizás en otra ocasión.
Atrás habíamos dejado nuestros respectivos trabajos, la hipoteca, las
redes sociales o el smartphone. Todo resulta tan sencillo si dos
personas así lo quieren. El protagonista indiscutible era
nuestro presente y éste se manifestaba exclusivamente en la coexistencia
de un par de enamorados paseando descalzos junto a la orilla del mar.
El ahora nos revelaba un precioso amanecer. Me sonreíste. Y saludaste al sol. Sé que te sabe mucho mejor que despedirle.
Quédate conmigo. Ya no necesito huir a otra existencia, ni albergo el
más mínimo deseo de vivir a través de eternas ensoñaciones. Me quedo con nuestra realidad. La que hemos construido juntos. Quizás sea “la otra realidad”.
Ésa que no nos muestran los medios de comunicación – últimamente tan
preocupados por una pariente recién aparecida en escena de la cual
desconocen su grado de consanguinidad pero cuyos cambios de humor les
suponen un alto riesgo o por esa sobrecogedora presión ejercida por unos
seres pseudo-alienígenas a los que nadie ha visto en persona pero que
responden al temido nombre de “mercados” – y que siempre ha estado ahí.
Sólo nos pide que queramos verla.
La nuestra no es una “relación escaparate” ante la sociedad,
más bien todo lo contrario. Secretamente mantenemos viva nuestra
particular llama amorosa, escribiendo conjuntamente el guión de nuestras
vidas paralelas. Con gran recelo conservo nuestro preciado tesoro, bien
por miedo a ser juzgado, bien por temor a que me fueras arrebatado por
un alma desalmada o simplemente por evitar suscitar envidias a nuestro
alrededor – ¿por qué resulta tan difícil alegrarse por el bien ajeno?
En cada paseo marítimo obviamente tú también eres partícipe, querida
playa, nuestra playa. Tus aguas son testigo directo y claro reflejo de
nuestras vivencias, cómplices espectadoras de nuestro querer. Tu fiel compañía me ayudó a refugiarme, a escapar, a sentir cerca y lejos el latir de mi ser amado, a caminar en su ausencia.
De nuevo escucho el suave mecer de las olas a escasos metros de distancia. La brisa acaricia mi cuerpo. Ahora él agarra mi mano. Y mi mente descansa serena.
Te quiero, Miguel
(Artículo publicado en AllegraMag)
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